domingo, 6 de mayo de 2007

La costra

¿Por qué me duele? Se supone que ya no debería de dolerme. Ha pasado tanto tiempo ya.

Desperté. El pensamiento no salía de mi cabeza aunque, haciendo una pequeña introspección, descubrí que realmente el problema no se encontraba en mi cabeza, si no en una pequeña costra –o el lugar en donde alguna vez estuvo una– que se encontraba sobre mi pecho, justo un poco arriba de mi corazón. Ahí estaba el origen del pensamiento que inundaba mi cerebro: justo arriba y encima del corazón.

Volteé un poco más, tratando de doblar mi cuello lo más posible de tal forma que me permitiera ver con mayor amplitud la herida. Realmente no era una herida, aunque alguna vez lo fue. Ahora notaba que la costra ya no existía –excepto por un pequeño punto, minúsculo, que me había arrancado seguramente durante el sueño– y que la casi imperceptible marca me producía comezón exterior y dolor por dentro. “Me estuve rascando mientras dormía” me dije en tono de regaño y de descubrimiento al mismo tiempo. Yo seguía acostado y no me daban ganas ni de pararme. Tan sólo podía ver el lugar donde la comezón se anidaba y no podía evitar rascarme, por breves intervalos.

¿Qué pretendía al seguirme rascando? Sabía que si seguía rascando, pasado un tiempo, la herida volvería a abrirse, aunque esta vez sería una diferente, ocupando el mismo lugar, pero en circunstancias, tiempo y espacio diferentes. Y aún así me volví a rascar.

El techo estaba despintado. Era necesario que me ocupara próximamente de un mantenimiento general de mi casa. Otro día, hoy no, hasta el momento siempre ha habido un mañana. “Maldita comezón” pronuncié en voz alta, mientras pasaba los dedos encima, para ya no seguir haciendo daño con las uñas.

Me levanté y fui en dirección al baño. Había decidido olvidar la comezón con un buen regaderazo. Entré al baño y ahí, enfrente de la puerta estaba el espejo sobre el lavabo y enfrente del espejo –o lo que se reflejaba en él– se encontraba un hombre extraño. No era yo, definitivo, o por lo menos no parecía ser yo, a menos que la fiesta del día anterior me hubiera transformado desde el corte de cabello y el color del mismo, hasta la forma de mi nariz. Pero era yo. Moví un brazo y en el espejo se movió un brazo. Giré la cabeza y el espejo reflejó fielmente. Me acerqué y el reflejo hizo lo mismo. Miré en dirección al pecho, donde se encuentra el corazón y ahí noté una mancha marrón que parecía una mezcla de sangre coagulada con café. Volteé a ver mi pecho y ahí aparecía una mancha roja por la frotación a la que había sido sometida la zona, pero ninguna mancha marrón. Volteé de nuevo hacia el espejo y saludé con la cabeza y una ligera sonrisa, abrí la llave de la regadera y me metí a bañar.

His sin is his lifelessness

VARGAS GÓMEZ

6 MAYO 2007

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